El mito de la Segunda República
El alcalde de Cádiz, un tal ‘Kichi’, colocó la bandera de la República en una de las plazas más importantes de la ciudad. Un Juzgado ordenó posteriormente que dicha bandera fuera arriada.
La actitud del edil gaditano representa la patológica idea de la progresía de convertir a la Segunda República en el paraíso de la libertad, en el edén de la liberación. Y tal idea no es más que una falacia, una burda mentira, un mito que conviene desenmascarar. La República española fue puro embuste, desde su inicio hasta su fracaso final.
Las elecciones de abril de 1931 fueron elecciones municipales, no plebiscitarias. No tuvieron carácter de referéndum ni a Cortes constituyentes. Tampoco supusieron la victoria electoral republicana. En su primera vuelta triunfaron las candidaturas monárquicas y cuando el 12 de abril se celebró la segunda vuelta, volvió a repetirse la aplastante victoria de estos. Frente a 5.575 concejales republicanos, los monárquicos y la derecha consiguieron 22.150, es decir, casi cuatro veces más.
Desde su origen, la República fue un engaño. Se proclamó sin respaldo legal o democrático y, para aquellos que la justifican como espejo de virtudes y arquetipo de libertades, nunca se votó la Constitución republicana, por lo que la forma de estado consagrada en una Constitución y el marco jurídico sobre el que debería soportarse jamás fueron refrendados por el pueblo. Fue el huevo que engendró la posterior contienda civil. Fue “una Constitución que invitaba a la Guerra Civil, desde lo dogmático, en que impera la pasión sobre la serenidad justiciera (…)”. No es opinión de un furibundo fascista. Son palabras de Alcalá Zamora, a la sazón Presidente de la República.
Impuso la censura desde el primer instante. La Ley en Defensa de la República de 1931 tipificaba como delito la difusión de noticias que el gobierno entendiera que podían perturbar “la paz o el orden público”, que despreciaran “las instituciones u organismos del Estado” o hicieran “apología del régimen monárquico”. Referencia y ejemplo para Podemos.
Fue tal el carácter “democrático” de esa izquierda que en el momento en que perdió las primeras elecciones puso en marcha un golpe de estado contra el gobierno. Qué paradoja cuando esa izquierda y sus herederos se consideran con legitimidad moral para condenar el alzamiento de 1936. El golpe de 1934 trató de instaurar un gobierno revolucionario de carácter marxista a imagen y semejanza del soviético en la URSS. “Me declaro culpable ante mi conciencia, ante el Partido Socialista y ante España entera, de mi participación en aquel movimiento revolucionario (…)”. No lo dijo un despechado derechista. Son palabras de Indalecio Prieto, líder socialista.
No perseguía el nirvana de la libertad ni un vergel de liberación. Pretendía imponer la dictadura comunista por cualquier medio. “Las elecciones no son más que una etapa en la conquista y su resultado se acepta a beneficio de inventario. (…) si ganan las derechas tendremos que ir a la guerra civil declarada“. No son manifestaciones de un peligroso reaccionario. Se trata de un objetivo reconocido por el líder socialista Largo Caballero.
La persecución y asesinatos de contrarios o no adeptos fue sistemática, especialmente contra la Iglesia y tardó escasos días en producirse. Una dirigida horda provocó ataques a iglesias y conventos ya entre el 10 y 13 de mayo de 1931 ante la pasividad del gobierno de izquierdas. Los ataques constituirían desde entonces una constante hasta llegar a los más de siete mil religiosos asesinados durante la guerra en el lado republicano.
El final de la República no fue un engaño menor. La izquierda manipuló los resultados de las elecciones de febrero de 1936 como han demostrado brillantemente los historiadores Álvarez Tardío y Villa García. Fue un desfalco a la sociedad, una estafa histórica. La consulta no fue limpia. La izquierda alteró los resultados a su favor en un clima de intimidación y violencia. Al menos 50 escaños de los 240 logrados por la coalición de izquierdas serían dudosos, fruto de la alteración, de urnas con más votos que votantes, escrutinios sin testigos y actas llenas de tachaduras. Fue lo suficiente para alterar un resultado que, de otra forma, hubiera dado nuevamente el triunfo a las candidaturas de la derecha.
Fue un periodo que nada tuvo que ver con la democracia, la reforma o la libertad sino con la violencia, la revolución, la venganza y el ajuste de cuentas. La izquierda de la época alimentó los peores instintos posibles en la sociedad española mediante el fomento del odio.
Todo lo demás es falsedad histórica, mentira. Como dice un viejo proverbio judío, “Con una mentira suele irse muy lejos, pero sin esperanzas de volver”.